martes, 21 de febrero de 2012

Una historia inacabada (12)


No tengo ni idea de cómo me impuse a mi naturaleza temerosa, cómo un impulso intrépido se adueñó de mi cuerpo y me hizo decidirme a buscar la forma de escapar de la enfermería para investigar por mi cuenta lo que escondía el cementerio en aquella casita de piedra.

Llegó la noche, todo estaba muy oscuro. Había comprobado que cada dos horas, Caroline aparecía blandiendo un termómetro para comprobar el estado de Eanny. Había escuchado sus sonoros ronquidos entre visita y visita, y tras la tercera, decidí levantame sigilosa de la cama en cuanto la oí resollar de nuevo. Busqué mis zapatos bajo la camilla y descolgé mi chaquetón del perchero cercano. Coloqué mi almohada bajo el cobertor y me deslicé hacia el pasillo. El viento soplaba muy fuerte aquella noche, haciendo que los cristales de las ventanas bailasen en sus marcos, ofreciendo un concierto de golpeteos de distinta intensidad. El castañeteo incesante de los vidrios avivaba mi inquietud. Me levanté sigilosa y comprobé que nuestra guardiana dormía profundamente. Eran las dos de la madrugada pasadas según vi en el reloj del despachito de la enfermería.

Notaba mi pulso en las sienes, en el cuello. A punto estuve de volver corriendo a la seguridad de mi camastro, pero las coquillas de la curiosidad no cesaban ni siquiera ante el miedo que trataba de paralizar mis piernas.

Sin llegar a ser del todo consciente de mis pasos, me encontré frente a la verja del cementerio con la mirada perdida. Las lápidas asomaban entre las verdes hojas. Había agarrado tan fuertemente los barrotes que unas férreas hojas de lila de los adornos se me habían clavado en las palmas hasta herirme. Ver mi propia sangre goteando y sentir el pulsante dolor de las yagas me hizo salir de sopetón de esa especie de trance en el que había llegado hasta las puertas del camposanto. Mis sentidos aletargados parecían despertarse y la carga de adrenalina segregada me enervó como el mejor tónico.

Busqué el barrote suelto de la verja por donde, días atrás, Breanna y yo nos colamos a curiosear. Caminaba sigilosa en pos de la lucecilla que brillaba a lo lejos, que se desparramaba por una de las ventanitas de la casa de piedra. ¿Viviría alguien allí? Me pareció ver salir humo del techo, de una chimenea. Olía fuertemente a coles cocidas. Confundida imaginé que era el hedor que desprendían los cuerpos putrefactos que descansaban bajo las lápidas que yo sorteaba. Me tapé la boca y la nariz con la mano para evitar respirar aquella pestilencia.

Me había acercado mucho a la casa y el olor era aún más fuerte, y cálido, no podía evitar que el tufo se me pegara a la ropa y al interior de mis pulmones y mi garganta. La repugnancia que sentía y las ganas de vomitar habían disipado mi miedo y mi prudencia. Estaba peligrosamente expuesta, frente a un protalón de madera vieja y astillada en los bordes. No podía dejar de mirar la aldaba de hierro que pendía de la parte más alta de la puerta.

Se oyó un chasquido y como si de un relámpago se tratase, una luz me cegó por unos instantes. ¡La puerta se había abierto!. Bajo el dintel se perfilaba una figura oscura, un hombre fuerte y desaliñado que… ¡Oh Dios Mío! Tenía un enorme cuchillo sujeto en su mano izquierda. Grité y salí de allí corriendo lo más deprisa que pude. No me fijé en los ojos de aquel hombre clavados en mi espalda mientras huía, no atendí a su vos bramando “¡Niña, niña!” Corrí y corrí lo más deprisa que pude y sin querer me adentré en el cementerio aún más. Me detuve frente al alto muro de piedra que cerraba el recinto separándolo del bosque. Miré atrás, pero no vi a nadie. Sin pensarlo dos veces trepé como pude sujetándome en las piedras, hiriendome en los dedos y desollandome las rodillas. Salté al otro lado y me torcí un tobillo. Para colmo, un enorme charco de barro me esperaba dispuesto a frenar mi caída. No importaba que estuviera empapada y tiritando, seguí corriendo sin rumbo escapando de aquella visión.

Exhausta llegué a una zona ocultra entre árboles y matorrales. Me acurruqué junto al tronco caído de uno de ellos aterrada, acallando mi respiración para que aquel hombre no me descubriera si es que había conseguido seguirme hasta allí.

No sé cuanto tiempo estuve parada en ese lugar, encogida como una liebre acechada por un zorro. En cuclillas sujetando mis piernas contra mi pecho. Temblaba como un trozo de gelatina, mis dientes castañeaban y el frío me corroía por dentro. En ese momento me di cuenta de que no tenía la más remota idea de dónde me encontraba. Estaba sola en medio del bosque, en medio de la noche… y no sabía cómo regresar.

lunes, 20 de febrero de 2012

Una historia inacabada (11)


Todas las miradas se volvieron hacia mí, noté una mano sobre mi hombro, alguien que me decía “tranquila, tranquila… ya pasó”. El mundo daba vueltas sin control, estaba mareada y las imágenes se alejaban y oscurecían por momentos. Me desmayé.

Mi pantomima se me había ido de las manos.

Recordaba vagamente cómo había empezado todo. Una chica de mi edad me había empujado sin querer mientras nos dirigíamos a las clases. Yo, aprovechando la ocasión, había saltado hecha una furia, gritando y haciendo aspavientos, fingiendo estar fuera de mí. Recordaba los gritos de mis compañeras, Adele intentando sujetarme por los brazos mientras yo pataleaba y repartía puntapiés a diestro y siniestro. De pronto la imagen de Sor Madelaine, una geringilla, una aguja se abría camino a través de mi piel y… y nada… el silencio… oscuridad, calor…

Al despertar estaba en la enfermería. Abrí los ojos despacio y reconocí de inmediato la blanca pulcritud del recinto. Había varias camas alineadas y unas cortinillas que separaban unas de otras. La mayoría estaban descorridas, pues en aquellos momentos no había más personas enfermas en tratamiento. Estaba sola. Había un cuartito anexo a la sala de camas donde las hermanas enfermeras se retiraban a descansar. También había una estancia cuyas puertas solían permanecer cerradas, en ella se guardaban, bajo llave los medicamentos, y, en las ocasiones que era necesario hacía las veces de morgue. Recordé el día que murió la Madre Sophie, quien fuera en su día Superiora del Convento de Santa Brígida, a los noventa y siete años de edad. Recordé la imagen de aquella viejecita de piel apergaminada cuando era trasladada desde la “morgue” hasta la capilla para su funeral y posterior entierro, casi cuatro días después de su muerte. El estómago me dio un vuelco al rememorar el olorcillo a putrefacción malamente disimulado por los perfumes y aceites con los que habían impregnado su cuerpo.

Pasé en la enfermería el resto del día, la superiora creyó que era lo más adecuado dado mi estado de nervios. Había padecido la muerte de un ser tan querido hacía tan poco tiempo...

Estaba decidida a sedarme de nuevo, para que pudiera descansar al menos unas horas. Al momento estaba allí de nuevo Caroline, una de las enfermeras que llevaba un perfume de violetas inconfundible, con unas pastillas diminutas y un vaso de agua. Yo fingí tragarlas sin reservas y en cuanto ella se dio la vuelta las escupí y las guardé en el doblez de mi calcetín.

Aún me sentía un poco mareada, pero estaba lo bastante lúcida para echar un vistazo a mi alrededor y descubrir a Eanny en una camilla cerca de la mía. Se la veía tranquila… seguramente dormía. Aún no me sentía con fuerzas para levantarme, pero esperaría el momento adecuado e iría a hablar con Eanny, Misión cumplida. Había conseguido acercarme a ella.

Permanecí allí tumbada, aislada de la realidad, rodeada por el blanco inmaculado de la enfermería. Suelo blanco, blancas paredes, blancas sábanas y la luz aterradoramente blanca que se colaba a través de los finos visillos de gasa blanca que cubrían los ventanales. Y dentro de mí, sólo oscuridad. El aire olía ligeramente a alcohol, a desinfectante… y a violetas. Seguía sumida en un cierto sopor, producto de lo que fuera que me habían inyectado hacía unas horas.

A lo lejos sonaba la campana que anunciaba la hora del almuerzo. La puerta se abrió de nuevo, Caroline volvió junto a mi cama y me tomó el pulso. Quiso comprobar que yo seguía dormida. Una voz desde el pasillo la apremiaba – “no te preocupes, va a seguir durmiendo mucho tiempo, con lo que le has dado no creo que despierte hasta mañana, y nosotras no nos demoraremos mucho tiempo en el comedor”, Caroline se marchó sin que yo la oyera responder, llevándose con ella sus efluvios florales. Ahora más que nunca me repugnaba ese olor, me revolvía el estómago sentí ganas de vomitar y tuve que reprimirme.

Estábamos solas Breanna y yo. Me levanté y fui hasta la puerta de la enfermería sin hacer ruido, casi deslizándome sobre el frío mármol con mis calcetines de lana. Me vino a la cabeza la absurda idea de que patinaba sobre un lago helado. Abrí con cuidado y me asomé sigilosamente hacia el pasillo. No había nadie, también el cuartito anexo estaba vacío. Fui de nuevo hasta la zona de las camillas y me acerqué a mi amiga. Allí seguía Breanna, profundamente dormida. Me arrodillé junto a ella, cogí su mano que ardía, igual que su frente. Ella se removió un poco. Intentaba abrir los ojos y los labios, tratando de balbucear algunas palabras. Le resultaba imposible. Su frente perlada de sudor y sus mejillas enrojecidas ilustraban su estado febril. Mis esperanzas de que ella pudiera contarme algo se estaban desvaneciendo. Suponía que únicamente podría arrancarle algún delirio… no quería empeorar su estado molestándola, así que vencida, volví a mi cama.

Caroline volvió enseguida, me encontró tumbada boca arriba, tapada hasta los hombros y con la mirada fija en el techo. Yo me había perdido en mis propios pensamientos. Ella se sorprendió de encontrarme despierta y amablemente me ofreció agua fresca. Después se sentó en el borde de mi cama y tomándome de la mano, me invitó a hacer lo mismo. Con un gesto cálido me interrogó: “¿cómo has dormido? ¿Qué tal te encuentras? ¿Has tenido pesadillas?” y contesté escuetamente: “Bien. Débil. No.”

Ella discutió con Sor Madelaine sobre la conveniencia de mantenerme en la enfermería durante la noche. Caroline pensaba que yo estaba repuesta de mi crisis, pero Sor madelaine se quedaba más tranquila si yo ermanecía atendida durante la noche, así podrían vigilarme por si volvía a perder los nervios. Controlarían mi estado cada dos horas como hacían con Breanna, no iba a suponer un trabajo extra. Carolina aceptó sin ofrecer demasiadas reservas.

Un nuevo plan cruzaba mi mente, si Breanna no podía contarme qué había descubierto en el cementerio iría yo misma a averiguarlo.

viernes, 17 de febrero de 2012

Una historia inacabada (10)


Las primeras luces del alba me despertaron. Parece que finalmente me había dormido. Sentía el cuerpo dolorido y un cansancio extremo. La tensión que había sufrido se dejaba sentir en cada uno de mis músculos, de mis huesos.

Me levanté pronto para ducharme y vestirme. Desayuné en el primer turno, deprisa, sin apenas probar el cacao caliente. Quería dejar tiempo suficiente para hacerle una breve visita a mi amiga Eanny. 

Dispuesta a entrar en la enfermería me encontré con la férrea defensa de Sor Madelaine.

- No, definitivamente no puedes entrar
- Pero…
- Claire, Breanna está muy enferma y necesita descanso para restablecerse lo antes posible… además no querrás contagiarte, ¿verdad?
- No… yo…  - titubeé
- Pues eso, niña. Anda, vete al salón hasta que empiecen las clases, o pídele a Adele un poco de leche y un bizcocho extra, ¡que te estás quedando en los huesos!

Me alejé de la enfermería por el largo corredor. No pude evitar recordar las palabras de Sor Madelaine “te estás quedando en los huesos” me detuve un momento a contempar mi reflejo en uno de los ventanales que como soldados en formación custodiaban ambos lados del pasillo. De pronto me sentía una extraña dentro de mi propio cuerpo que en los últimos meses no sólo había perdido unas cuantas libras. Consciente, por primera vez en mucho tiempo, de mis formas me vi unos dedos alargados, los tobillos se me habían afinado mucho, al igual que mi cintura. También debía haber crecido unos cuantos centímetros. Mis muslos se habían estilizado y mis caderas, aunque estaban faltas de relleno, se habían ensanchado y redondeado. También lo habían hecho mis senos. Tal y como Eanny aventuraba, a los 15 años estaba empezando a convertirme en una mujer.

El aislamiento de mi mejor amiga me daba pocas oportunidades de conocer lo que ella había averiguado la noche que enfermó. Sabía que quería contarme algo, pero no le había sido posible. Yo no tenía su coraje y no me atrevía a andar sóla por las noches entre las lápidas del cementerio, pero la creciente curiosidad me hacía cosquillas en el estómago y las cosquillas siempre me exasperaban. Tenía que idear un plan para que me llevasen a la enfermería junto a Breanna, así podríamos hablar. To qué instintivamente mi frente para comprobar si mi temperatura no había subido… pero no… estaba fresca y lozana como una rosa recién brotada. Tampoco me dolía el estómago… Ay que ver, estaba deseando enfermar para poder estar al lado de mi amiga.

De pronto recordé ora vez lo que me había dicho Sor Madelaine, estaba muy delgada… no me iba a costar demasiado fingir un ataque de debilidad, aunque no creía que eso fuera suficiente para que me llevasen a la enfermería… No, a lo sumo, me encerrarían en el dormitorio guardando un poco de reposo… no quedaba más remedio que echarle un poco de teatro. A nadie le extrañaría que tras la muerte de mi madre, alejada de mi mejor amiga, y con esta “debilidad” que me acosaba, sufriera un ataque de histeria. Esa era la solución. Habría que esperar el momento justo. Unos gritos, un fingido desmayo y derechita a la enfermería, seguro.

martes, 14 de febrero de 2012

Una entrevista muy interesante

http://www.eldiariofenix.com/content/todos-somos-escritores

Gracias a  , sois una inspiración.

San Valentín sí, San Valentín no...

"Muchos piensan que este día se celebra desde hace poco y que surgió por el interés de los grandes centros comerciales, pero su origen se remonta a la época del Imperio Romano.

San Valentín era un sacerdote que hacia el siglo III ejercía en Roma. Gobernaba el emperador Claudio II, quien decidió prohibir la celebración de matrimonios para los jóvenes, porque en su opinión los solteros sin familia eran mejores soldados, ya que tenían menos ataduras.

El sacerdote consideró que el decreto era injusto y desafió al emperador. Celebraba en secreto matrimonios para jóvenes enamorados (de ahí se ha popularizado que San Valentín sea el patrón de los enamorados). El emperador Claudio se enteró y como San Valentín gozaba de un gran prestigio en Roma, el emperador lo llamó a Palacio. San Valentín aprovechó aquella ocasión para hacer proselitismo del cristianismo." (Wikipedia)

Pues eso, siempre discutimos sobre la oportunidad o no de celebrar un día como este. Por mi parte estoy totalmente a favor de hacerlo, ¿y por qué? pues porque siempre es bueno tener un día referente para recordar a quienes más queremos, padres, madres, enamorados... Si bien es cierto que para esas personas que tanto queremos cualquier día es bueno para demostrarles nuestros sentimientos, y que más vale un beso a tiempo que un ramo de flores o una caja de bombones, también es cierto que la vida que llevamos muchas veces nos olvidamos de hacerlo como es debido. Por ello, no está mal que alguien (aunque ese alguien sea El Corte Inglés) nos recuerde una vez al año que tenemos a una persona especial que espera nuestro cariño.

Que los centros comerciales hacen su agosto es indiscutible, pero ¿por qué no tomarlo simplemente como una celebración más? ¿no es hermoso tener una excusa más para celebrar el amor?

Personalmente, prefiero celebrar San Valentín (léase también Día de la Madre, Día del Padre etc...) que muchos otros festejos cuyo origen y fin es mucho menos hermoso...

Feliz día a todos 

lunes, 13 de febrero de 2012

Una historia inacabada (9)


¡Puaj! Puré de repollo otra vez… ¿cómo alguien podía comer aquel mejunje?, “al menos está caliente” me dijo Breanna, siempre viendo el lado positivo. No pude evitar lanzarle una mirada cargada de reproche. Ella me devolvió una sonrisa culpable y me susurró “todo a su tiempo, confía en mí”. Punto y final, ahí acababa nuestra conversación por el momento.

Breanna no acabó la cena, empezó a encontrarse mal, tenía una fuerte tiritona y la fiebre le había subido mucho. Tenía las mejillas y la frente muy coloradas. La hermana Adele la acompañó a la enfermería. Yo me quedé muy preocupada y me pregunté cuantas veces había estado vagando por el cementerio entre la nieve sin que yo me diera cuenta. De pronto había olvidado mi ansiedad por que ella me contase lo que había descubierto, ahora estaba francamente preocupada por su salud. Estaba muy débil y no controlaba el temblor de su cuerpo. No me dejaron acompañarla.

Era neumonía, con los cuidados adecuados en un par de semanas estaría perfectamente, eso dijo el doctor que vino a visitarla. Yo pude entrar en la enfermería al día siguiente al finalizar las clases. Ella estaba despierta. Me acerqué junto a la cama bajo la atenta mirada de Sor Madelaine, la encargada de la enfermería. Breanna me miraba con angustia, se encontraba fatal y había vomitado varias veces. Sentía fuertes pinchazos en el costado izquierdo, por eso estaba tumbada sobre ese lado. Así evitaba que al respirar el pulmón afectado se moviera y empeorase el dolor.

Su cara era el papel donde se escribía un mensaje en clave que yo no era capaz de descifrar. Atisbaba un ruego, una negación o arrepentimiento, cariño… todo ello tras la mueca de sufrimiento. Era como si quisiera contarme algo y después decidiera en el mismo instante que no era lo correcto… No pude adivinarlo.

Por la noche caía una fina y lenta nevada. Los diminutos copos helados apenas danzaban suavemente en el aire, suspendidos, casi ingrávidos, antes de posarse sobre el ya blanco suelo. La nieve que lo cubría daba la bienvenida a esos pequeños milagros de agua cristalizada, como una madre amorosa que acoge a sus hijos en su seno.

La atmósfera era fantasmal, no había ruidos provenientes del bosque, no se oía a los búhos, ni a los lobos. El silencio reinaba en los alrededores. La luna, aunque en cuarto menguante, iluminaba lo suficiente para que su resplandor reflejado en el blanco manto se proyectase sobre mi ventanal. Me levanté y me quedé en pie junto a los cristales. No podía abrir aquellas ventanas sin despertar a todo el mundo. La madera de las hojas era vieja y hacía un ruido tremendo al encajarse o desencajarse de los marcos. Me imaginé allí, en mitad de la noche respirando ese aire frío y puro, bañándome en esa atmósfera de fino cristal. Cerré los ojos apoyando la mejilla contra la ventana, aspiré hondo y por unos instantes estuve allí. Después volví a la cama y traté de dormir hasta la mañana siguiente.

No conseguí conciliar un sueño profundo, dormitaba superficialmente cuando a las cuatro de la mañana comencé a oír ruidos en los corredores y por las escaleras. Algunos pasos apresurados, cuidadosos, y unos pocos susurros tratando de acallarlos. Miré a mi alrededor, al principio mis ojos vagaban por la oscuridad, pero pronto, hechos a la situación, podían distinguir formas, figuras. Allí estaban durmiendo todas mis compañeras de habitación, también lo hacía nuestra cuidadora. Traté de deslizarme hasta la puerta entreabierta del dormitorio para ojear el exterior, caminé descalza, con mucho cuidado de no hacer ningún movimiento en falso que pudiera despertar a las que allí dormían. Conteniendo la respiración, estaba a punto de alcanzar mi objetivo, cuando alguien tiró desde fuera del picaporte y cerró cuidadosamente el dormitorio. ¿Me habría visto? No, seguro que no, si fuera de otro modo ahora estaría castigada fregando los baños. Volví a la cama, inquieta y desvelada.

lunes, 6 de febrero de 2012

Una historia inacabada (8)


El invierno había cubierto de blanco todo cuanto estaba a nuestro alrededor. La capa de nieve tenía un espesor de más de medio metro y hacía días que el cielo sólo variaba su color entre una amplia gama de grises. Se veía plomizo y pesado, algunas veces irreal, blanco irisado. Siempre frío. Pasábamos el día entre las clases y el salón común. Allí había un gran hogar y sobre él una enorme chimenea. El calor de los troncos, el color del fuego ataría mi mirada, el baile de las llamas sobre las ascuas calentaba mi cuerpo y mi espíritu, casi me hacía sentir en casa.

El otoño había pasado como un suspiro, el cumpleaños de mi Eanny estuvo teñido aún por los restos de mi amargura, los posos que quedaban tras la muerte de mi madre. No dudé en regalarle el manto verde y plateado que le había pertenecido a ella. Eanny, al principio, se negaba a aceptarlo, pero pude convencerla. Yo quería, necesitaba, que ella lo tuviera. Ella, quien ahora era mi única familia. Breanna me dio las gracias por el regalo y buscó la figura que ella me había obsequiado en el último cajón de mi cómoda. La tomó con delicadeza entre las manos y la envolvió en el manto dejándola después, de nuevo en el cajón. “Juntas” dijo y me sonrió.

Poco a poco, con el trascurrir de los días, la tristeza se convirtió en una fiel compañera, callada y discreta, estaba ahí, sin llegar nunca a abandonarme por completo, pero permitiéndome hacerla a un lado para poder seguir con mi vida.


Esa tarde yo me acurrucaba en un butacón tapizado con una feísima tela de cretona inglesa, bastante cerca de la chimenea y cubierta por un mantón de chenilla descolorido, que más que verde ya parecía amarillo. Leía la Eneida de Virgilio, un libro obligatorio en nuestro curso. Estaba absorta en mi lectura y no me di cuenta de que Breanna no estaba allí. Una de las niñas venía buscándola y me preguntó si yo sabía dónde estaba. Breanna solía jugar con las internas más pequeñas, casi hacía de madrecita para ellas, las entretenía, consolaba y mimaba. Yo no tenía ese instinto de protección tan desarrollado como ella.

- Tiene que estar en la sala, no puede estar lejos – dije intentando deshacerme de la mocosa
- No, no está – insistía tirando de mi mantón - la he buscado y he preguntado por ella, pero nadie la ha visto…

Me levanté de mala gana y la busqué yo misma. La niña tenía razón, ella no estaba allí. No nos permitían subir a los dormitorios hasta la hora de acostarnos, así que fui a echar un vistazo a la cocina, por si estaba con la hermana Adele, pero tampoco la encontré. No era posible que hubiera decidido salir con este frío, pero no cabía otra opción. Respiré hondo y me abroché la chaqueta. Me eché sobre los hombros el mantón raído, y salí fuera a buscar a mi mejor amiga.

Estaba enfadada porque se hubiera ido sin decirme nada y también porque ahora me tocaba sumergirme en la nieve para encontrarla.

Resoplando me encaminé hacia la Ermita, supuse que habría ido allí a estar sola. No podía pensar en que estuviera vagando por el bosque con ese frío, aunque con Eanny cualquier cosa era posible.

Cuando casi había llegado a la puerta la vi, estaba junto a la verja del cementerio, tenía el cuerpo vuelto hacia mí, pero miraba hacia el interior del camposanto y gesticulaba con los brazos. Me quedé allí plantada hasta que se volvió con una sonrisa en los labios. Al verme dio un respingo.

- ¿Qué haces aquí? ¡Cielo Santo, menudo susto me has dado!
- Lo mismo iba a preguntarte yo
- Bueno, ahora no te lo puedo contar, vamos dentro – apremió – nos vamos a morir de frío.

Se enlazó de mi brazo, y como si no pasara nada puso rumbo al edificio, mirando al frente y sin decir una palabra más. Mientras yo estaba atónita, no entendía nada, no comprendía a mi mejor amiga...

Al llegar, nos sacudimos la nieve en la entrada, y ya en el salón, nos sentamos sobre el amplio reborde de piedra del hogar y yo comencé a interrogarla. Ella se limitó a hacerme callar, me prometió que me contaría todo en cuanto las demás se durmieran, si es que conseguía mantenerme despierta… - apostilló con aire socarrón.

Yo torcí el gesto, pero ¿qué más podía hacer?. Traté de no pensar en ello durante la cena y concentrarme en los deberes que aún debía acabar antes de acostarme.

viernes, 3 de febrero de 2012

Una inyección de autoestima, una pizca de vanidad...

Hoy quiero echarme unas flores, bueno, en realidad quiero que leáis lo que un buen amigo escribe sobre este blog. Son cosas como esta las que me animan a seguir adelante, cosa que no es nada fácil y menos teniendo en cuenta el tiempo que me quita la tropa que tengo a mi cargo... ¿o es, tal vez, este blog el que les roba el tiempo a ellos?
Gracias, Onofre.

" Queria escribierte para felicitarte por tu blog. Lo encuentro super interesante y engancha muchisimo . Me gusta que los post no son muy largos, estan muy bien redactados y tienen la mezcla o balance perfecto de simple y sofisticado... mi favorito es Fisica y Quimica...me dejo pensando un rato largo... . Los grandes escritores no tienen necesidad de utilizar un vocabulario "complejo", son capaces de atraparte con un lenguaje sencillo, pero no vulgar, a eso me refiero con el balance correcto. En mi opinion, el ejemplo a seguir es Saramago, un individuo brillante que es capaz de describir cualquier cosa de la forma mas simple...
Sigue adelante porque tienes mucho potencial, si es un hobby, te aconsejo que busques un mentor porque es evidente que tienes talento y que si lo desarrollas puedes atrapar mucha gente....

Cuidate, mucho exito en 2012 y no dejes de escribir....haces reflexionar a gente a tu alrededor y ese don no lo tiene todo el mundo...."


Por cierto... ¿algún mentor disponible? ;-)

miércoles, 1 de febrero de 2012

Una historia inacabada (7)

Ya era de noche cuando las otras hermanas empezaban a llegar a la cocina para preparar la cena. La hermana Adele me acompañó hasta mi dormitorio para salvarme de aquel maremágnum de voces y mujeres que se arremolinaban en torno a los pucheros. Me acostó y me ayudó a ponerme el camisón. Ella dobló con cuidado mi ropa y la guardó en el cajón correspondiente de mi cómoda. Sin que ninguna de las dos dijéramos nada, ella me arropó con mimo y se arrodilló junto a mi lecho mientras yo permanecía inmóvil, inerte, como una muñeca de trapo, incapaz de mirar a ningún sitio si no hacia mi propio interior invadido de tinieblas. Adele rezó, lo hizo por el alma de mi madre y también por mí, para que pudiera ser fuerte y enfrentar la adversidad. Sus oraciones no tuvieron demasiado efecto sobre mí.

Breanna corrió junto a mi lado en cuanto se enteró de la noticia, aún estaba allí la hermana Adele cuando llegó. Fue ella la que la puso al corriente de los detalles, de cómo no había dicho una sola palabra desde que se fuera mi padre… después de darle el parte se marchó dejándonos a solas.

Breanna se tumbó en la cama a mi lado y me abrazó con fuerza. Me acariciaba el pelo mientras cantaba una tonadilla que era totalmente desconocida para mí. Mis lágrimas dejaron de ser silenciosas, mi garganta se abrió y mi cuerpo temblaba con mi llanto. Eanny se quedó toda la noche junto a mí. Ni siquiera nuestra guardiana, la Hermana Marie, consiguió sacarla de mi cama. Supongo que mi situación hizo que se suavizase el protocolo.

La oscuridad salía de mí para teñir con su negro todo lo que nos rodeaba, o tal vez es que era de noche... llegó un momento en que perdí la noción del tiempo. Mis sollozos habían cesado y un nuevo silencio reinaba a mi alrededor. La respiración cálida de Breanna en mi nuca y sus brazos rodeándome hacían que no pudiera perder del todo el contacto con la realidad, que no llegase a perderme por completo en mis propias sombras.

Cuando la luz del sol empezó a resbalar sobre los rizos color cobre de Breanna, también empezó a entrar de nuevo la vida en mí. Como si el nuevo amanecer se hubiera impuesto triunfante sobre mi desgracia, yo también empecé a atisbar la frontera del un nuevo comienzo que tenía al frente.

Poco a poco la aceptación fue ganando terreno. La imagen de mi madre se había ido haciendo difusa con los años de ausencia y el recuerdo que tenía de ella se asemejaba más a una imagen desdibujada, idealizada…

Mi madre enfermó cuando yo tenía sólo cinco años. Un mal desconocido la dejó postrada en una cama y su estado empeoraba cada día. Era como si ese mal creciera dentro de ella y la fuera devorando poco a poco hasta que no quedó nada de sí misma, sólo una cáscara vacía, sin alma. Cuando ya no pudo ocuparse de mi me enviaron a este internado. Después sólo tuve noticias de ella a través de las cartas, cada vez más escasas y menos frecuentes de mi padre.

Siempre había tenido la esperanza de volver a verla. La recuerdo tan cariñosa y dulce… Durante años había alimentado la semilla de esa esperanza, soñaba con volverla a abrazar y sentir la seguridad y el amor que ella me daba. Me aferraba a su imagen en mi memoria infantil, ahora debía dejarla marchar, dejar que su espíritu también se fuera evaporando de mi memoria. Era necesario, pues yo también necesitaba seguir adelante.

Sí, fue como un renacimiento, un despertar a una nueva realidad, diferente, más dura, más adulta. Creo que el día que lo comprendí fue cuando verdaderamente me convertí en una mujer.