miércoles, 1 de febrero de 2012

Una historia inacabada (7)

Ya era de noche cuando las otras hermanas empezaban a llegar a la cocina para preparar la cena. La hermana Adele me acompañó hasta mi dormitorio para salvarme de aquel maremágnum de voces y mujeres que se arremolinaban en torno a los pucheros. Me acostó y me ayudó a ponerme el camisón. Ella dobló con cuidado mi ropa y la guardó en el cajón correspondiente de mi cómoda. Sin que ninguna de las dos dijéramos nada, ella me arropó con mimo y se arrodilló junto a mi lecho mientras yo permanecía inmóvil, inerte, como una muñeca de trapo, incapaz de mirar a ningún sitio si no hacia mi propio interior invadido de tinieblas. Adele rezó, lo hizo por el alma de mi madre y también por mí, para que pudiera ser fuerte y enfrentar la adversidad. Sus oraciones no tuvieron demasiado efecto sobre mí.

Breanna corrió junto a mi lado en cuanto se enteró de la noticia, aún estaba allí la hermana Adele cuando llegó. Fue ella la que la puso al corriente de los detalles, de cómo no había dicho una sola palabra desde que se fuera mi padre… después de darle el parte se marchó dejándonos a solas.

Breanna se tumbó en la cama a mi lado y me abrazó con fuerza. Me acariciaba el pelo mientras cantaba una tonadilla que era totalmente desconocida para mí. Mis lágrimas dejaron de ser silenciosas, mi garganta se abrió y mi cuerpo temblaba con mi llanto. Eanny se quedó toda la noche junto a mí. Ni siquiera nuestra guardiana, la Hermana Marie, consiguió sacarla de mi cama. Supongo que mi situación hizo que se suavizase el protocolo.

La oscuridad salía de mí para teñir con su negro todo lo que nos rodeaba, o tal vez es que era de noche... llegó un momento en que perdí la noción del tiempo. Mis sollozos habían cesado y un nuevo silencio reinaba a mi alrededor. La respiración cálida de Breanna en mi nuca y sus brazos rodeándome hacían que no pudiera perder del todo el contacto con la realidad, que no llegase a perderme por completo en mis propias sombras.

Cuando la luz del sol empezó a resbalar sobre los rizos color cobre de Breanna, también empezó a entrar de nuevo la vida en mí. Como si el nuevo amanecer se hubiera impuesto triunfante sobre mi desgracia, yo también empecé a atisbar la frontera del un nuevo comienzo que tenía al frente.

Poco a poco la aceptación fue ganando terreno. La imagen de mi madre se había ido haciendo difusa con los años de ausencia y el recuerdo que tenía de ella se asemejaba más a una imagen desdibujada, idealizada…

Mi madre enfermó cuando yo tenía sólo cinco años. Un mal desconocido la dejó postrada en una cama y su estado empeoraba cada día. Era como si ese mal creciera dentro de ella y la fuera devorando poco a poco hasta que no quedó nada de sí misma, sólo una cáscara vacía, sin alma. Cuando ya no pudo ocuparse de mi me enviaron a este internado. Después sólo tuve noticias de ella a través de las cartas, cada vez más escasas y menos frecuentes de mi padre.

Siempre había tenido la esperanza de volver a verla. La recuerdo tan cariñosa y dulce… Durante años había alimentado la semilla de esa esperanza, soñaba con volverla a abrazar y sentir la seguridad y el amor que ella me daba. Me aferraba a su imagen en mi memoria infantil, ahora debía dejarla marchar, dejar que su espíritu también se fuera evaporando de mi memoria. Era necesario, pues yo también necesitaba seguir adelante.

Sí, fue como un renacimiento, un despertar a una nueva realidad, diferente, más dura, más adulta. Creo que el día que lo comprendí fue cuando verdaderamente me convertí en una mujer.