martes, 21 de febrero de 2012

Una historia inacabada (12)


No tengo ni idea de cómo me impuse a mi naturaleza temerosa, cómo un impulso intrépido se adueñó de mi cuerpo y me hizo decidirme a buscar la forma de escapar de la enfermería para investigar por mi cuenta lo que escondía el cementerio en aquella casita de piedra.

Llegó la noche, todo estaba muy oscuro. Había comprobado que cada dos horas, Caroline aparecía blandiendo un termómetro para comprobar el estado de Eanny. Había escuchado sus sonoros ronquidos entre visita y visita, y tras la tercera, decidí levantame sigilosa de la cama en cuanto la oí resollar de nuevo. Busqué mis zapatos bajo la camilla y descolgé mi chaquetón del perchero cercano. Coloqué mi almohada bajo el cobertor y me deslicé hacia el pasillo. El viento soplaba muy fuerte aquella noche, haciendo que los cristales de las ventanas bailasen en sus marcos, ofreciendo un concierto de golpeteos de distinta intensidad. El castañeteo incesante de los vidrios avivaba mi inquietud. Me levanté sigilosa y comprobé que nuestra guardiana dormía profundamente. Eran las dos de la madrugada pasadas según vi en el reloj del despachito de la enfermería.

Notaba mi pulso en las sienes, en el cuello. A punto estuve de volver corriendo a la seguridad de mi camastro, pero las coquillas de la curiosidad no cesaban ni siquiera ante el miedo que trataba de paralizar mis piernas.

Sin llegar a ser del todo consciente de mis pasos, me encontré frente a la verja del cementerio con la mirada perdida. Las lápidas asomaban entre las verdes hojas. Había agarrado tan fuertemente los barrotes que unas férreas hojas de lila de los adornos se me habían clavado en las palmas hasta herirme. Ver mi propia sangre goteando y sentir el pulsante dolor de las yagas me hizo salir de sopetón de esa especie de trance en el que había llegado hasta las puertas del camposanto. Mis sentidos aletargados parecían despertarse y la carga de adrenalina segregada me enervó como el mejor tónico.

Busqué el barrote suelto de la verja por donde, días atrás, Breanna y yo nos colamos a curiosear. Caminaba sigilosa en pos de la lucecilla que brillaba a lo lejos, que se desparramaba por una de las ventanitas de la casa de piedra. ¿Viviría alguien allí? Me pareció ver salir humo del techo, de una chimenea. Olía fuertemente a coles cocidas. Confundida imaginé que era el hedor que desprendían los cuerpos putrefactos que descansaban bajo las lápidas que yo sorteaba. Me tapé la boca y la nariz con la mano para evitar respirar aquella pestilencia.

Me había acercado mucho a la casa y el olor era aún más fuerte, y cálido, no podía evitar que el tufo se me pegara a la ropa y al interior de mis pulmones y mi garganta. La repugnancia que sentía y las ganas de vomitar habían disipado mi miedo y mi prudencia. Estaba peligrosamente expuesta, frente a un protalón de madera vieja y astillada en los bordes. No podía dejar de mirar la aldaba de hierro que pendía de la parte más alta de la puerta.

Se oyó un chasquido y como si de un relámpago se tratase, una luz me cegó por unos instantes. ¡La puerta se había abierto!. Bajo el dintel se perfilaba una figura oscura, un hombre fuerte y desaliñado que… ¡Oh Dios Mío! Tenía un enorme cuchillo sujeto en su mano izquierda. Grité y salí de allí corriendo lo más deprisa que pude. No me fijé en los ojos de aquel hombre clavados en mi espalda mientras huía, no atendí a su vos bramando “¡Niña, niña!” Corrí y corrí lo más deprisa que pude y sin querer me adentré en el cementerio aún más. Me detuve frente al alto muro de piedra que cerraba el recinto separándolo del bosque. Miré atrás, pero no vi a nadie. Sin pensarlo dos veces trepé como pude sujetándome en las piedras, hiriendome en los dedos y desollandome las rodillas. Salté al otro lado y me torcí un tobillo. Para colmo, un enorme charco de barro me esperaba dispuesto a frenar mi caída. No importaba que estuviera empapada y tiritando, seguí corriendo sin rumbo escapando de aquella visión.

Exhausta llegué a una zona ocultra entre árboles y matorrales. Me acurruqué junto al tronco caído de uno de ellos aterrada, acallando mi respiración para que aquel hombre no me descubriera si es que había conseguido seguirme hasta allí.

No sé cuanto tiempo estuve parada en ese lugar, encogida como una liebre acechada por un zorro. En cuclillas sujetando mis piernas contra mi pecho. Temblaba como un trozo de gelatina, mis dientes castañeaban y el frío me corroía por dentro. En ese momento me di cuenta de que no tenía la más remota idea de dónde me encontraba. Estaba sola en medio del bosque, en medio de la noche… y no sabía cómo regresar.

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