miércoles, 1 de septiembre de 2010

Relato para un día gris

La nieve caía despacio, los copos que flotaban en el aire, parecían grandes bolas de algodón. El contraste con el cielo oscuro hacía el paisaje aún más bello.

Eran las dos de la mañana y Sarah no podía dormir, estaba acurrucada en el butacón, envuelta en una gruesa manta de lana, frente a la tele, sumergida en sus propios pensamientos. Vivía sola, estaba sola, le gustaba tener la radio o la televisión encendida a todas horas sólo para oír las voces y sentirse acompañada, porque odiaba la soledad. Durante el día compartía su trabajo con muchas personas, reía, hablaba… pero al volver a casa, al abrir la puerta, sentía un viento helado que hacía que todo se volviera gris… en casa siempre tenía frío.

Mario era el compañero de Sarah, hacía ya cinco años que vivían juntos, pero desde hacía al menos dos Sarah había dejado de sentirle a su lado. Vivían en la misma casa, dormían en la misma cama, se sentaban juntos a cenar en la misma mesa, pero Sarah vivía sola… ella veía lo que se suponía que era su hogar como un desierto de arena helada, seca.

Por las noches, en la cama, Sarah miraba a Mario mientras dormía esperando que él se diera la vuelta y la viera allí despierta a su lado y la sonrisa de él consiguiera teñir de naranja y amarillo el aire entre ellos…sentir el calor, pero eso no pasaba nunca.

Mario estaba de viaje esa noche, en realidad, hacía seis días que estaba fuera y ella no era capaz de meterse en la cama sin él. Así que se hacía un ovillo en su sillón, rodeada por su manta de lana huyendo del frío y tratando de que las horas pasasen deprisa… empezaba a quedarse dormida.

Alguien llamó a la puerta, con los nudillos, Sarah se sobresaltó, vivía en una casa apartada de una urbanización muy tranquila y rodeada de una amplia parcela sembrada de pinos. No podía imaginar quién sería a esas horas. Se asustó, se encogió, hasta que alguien se asomó a la ventana. Era un hombre joven, moreno, delgado y con un chaquetón grueso y una bufanda que le cubría sólo un poco la parte inferior de la barbilla. Sarah se levantó y fue a abrir la puerta, no desconfiaba de él, no dudó en dejarle pasar.

Él le explicó que no podía dormir y que había salido a pasear bajo la nieve, que la conocía, que se había fijado en ella muchas veces cuando se cruzaban por las noches en el camino de entrada a la zona donde vivía. Esa noche había visto luz en la casa y se había decidido a visitarla. Sarah sonrió, ella también le había visto varias veces, de hecho había deseado acercarse a él, pero nunca se había decido.

Le hizo pasar, se sentaron en el suelo del salón sobre la manta de lana y hablaron durante mucho tiempo, bebieron vino y Sarah notaba como el calor empezaba a tomar su cuerpo. El color rojo inundaba su casa, le miró a los ojos, le tomó la mano y le hizo subir con ella las escaleras hasta el dormitorio, juntos se tumbaron en la cama y Sarah le hizo el amor hasta que, desnuda, se durmió a su lado sabiendo que ya nunca más sentiría la soledad.

El lunes volvió Mario, encontró a Sarah en la cama, su cuerpo desnudo, su piel blanca contrastaba con la sangre espesa sobre la que reposaba, en las muñecas varios cortes y en la mesilla colocado junto a una copa de vino, un blister vacío de Valium.