lunes, 20 de febrero de 2012

Una historia inacabada (11)


Todas las miradas se volvieron hacia mí, noté una mano sobre mi hombro, alguien que me decía “tranquila, tranquila… ya pasó”. El mundo daba vueltas sin control, estaba mareada y las imágenes se alejaban y oscurecían por momentos. Me desmayé.

Mi pantomima se me había ido de las manos.

Recordaba vagamente cómo había empezado todo. Una chica de mi edad me había empujado sin querer mientras nos dirigíamos a las clases. Yo, aprovechando la ocasión, había saltado hecha una furia, gritando y haciendo aspavientos, fingiendo estar fuera de mí. Recordaba los gritos de mis compañeras, Adele intentando sujetarme por los brazos mientras yo pataleaba y repartía puntapiés a diestro y siniestro. De pronto la imagen de Sor Madelaine, una geringilla, una aguja se abría camino a través de mi piel y… y nada… el silencio… oscuridad, calor…

Al despertar estaba en la enfermería. Abrí los ojos despacio y reconocí de inmediato la blanca pulcritud del recinto. Había varias camas alineadas y unas cortinillas que separaban unas de otras. La mayoría estaban descorridas, pues en aquellos momentos no había más personas enfermas en tratamiento. Estaba sola. Había un cuartito anexo a la sala de camas donde las hermanas enfermeras se retiraban a descansar. También había una estancia cuyas puertas solían permanecer cerradas, en ella se guardaban, bajo llave los medicamentos, y, en las ocasiones que era necesario hacía las veces de morgue. Recordé el día que murió la Madre Sophie, quien fuera en su día Superiora del Convento de Santa Brígida, a los noventa y siete años de edad. Recordé la imagen de aquella viejecita de piel apergaminada cuando era trasladada desde la “morgue” hasta la capilla para su funeral y posterior entierro, casi cuatro días después de su muerte. El estómago me dio un vuelco al rememorar el olorcillo a putrefacción malamente disimulado por los perfumes y aceites con los que habían impregnado su cuerpo.

Pasé en la enfermería el resto del día, la superiora creyó que era lo más adecuado dado mi estado de nervios. Había padecido la muerte de un ser tan querido hacía tan poco tiempo...

Estaba decidida a sedarme de nuevo, para que pudiera descansar al menos unas horas. Al momento estaba allí de nuevo Caroline, una de las enfermeras que llevaba un perfume de violetas inconfundible, con unas pastillas diminutas y un vaso de agua. Yo fingí tragarlas sin reservas y en cuanto ella se dio la vuelta las escupí y las guardé en el doblez de mi calcetín.

Aún me sentía un poco mareada, pero estaba lo bastante lúcida para echar un vistazo a mi alrededor y descubrir a Eanny en una camilla cerca de la mía. Se la veía tranquila… seguramente dormía. Aún no me sentía con fuerzas para levantarme, pero esperaría el momento adecuado e iría a hablar con Eanny, Misión cumplida. Había conseguido acercarme a ella.

Permanecí allí tumbada, aislada de la realidad, rodeada por el blanco inmaculado de la enfermería. Suelo blanco, blancas paredes, blancas sábanas y la luz aterradoramente blanca que se colaba a través de los finos visillos de gasa blanca que cubrían los ventanales. Y dentro de mí, sólo oscuridad. El aire olía ligeramente a alcohol, a desinfectante… y a violetas. Seguía sumida en un cierto sopor, producto de lo que fuera que me habían inyectado hacía unas horas.

A lo lejos sonaba la campana que anunciaba la hora del almuerzo. La puerta se abrió de nuevo, Caroline volvió junto a mi cama y me tomó el pulso. Quiso comprobar que yo seguía dormida. Una voz desde el pasillo la apremiaba – “no te preocupes, va a seguir durmiendo mucho tiempo, con lo que le has dado no creo que despierte hasta mañana, y nosotras no nos demoraremos mucho tiempo en el comedor”, Caroline se marchó sin que yo la oyera responder, llevándose con ella sus efluvios florales. Ahora más que nunca me repugnaba ese olor, me revolvía el estómago sentí ganas de vomitar y tuve que reprimirme.

Estábamos solas Breanna y yo. Me levanté y fui hasta la puerta de la enfermería sin hacer ruido, casi deslizándome sobre el frío mármol con mis calcetines de lana. Me vino a la cabeza la absurda idea de que patinaba sobre un lago helado. Abrí con cuidado y me asomé sigilosamente hacia el pasillo. No había nadie, también el cuartito anexo estaba vacío. Fui de nuevo hasta la zona de las camillas y me acerqué a mi amiga. Allí seguía Breanna, profundamente dormida. Me arrodillé junto a ella, cogí su mano que ardía, igual que su frente. Ella se removió un poco. Intentaba abrir los ojos y los labios, tratando de balbucear algunas palabras. Le resultaba imposible. Su frente perlada de sudor y sus mejillas enrojecidas ilustraban su estado febril. Mis esperanzas de que ella pudiera contarme algo se estaban desvaneciendo. Suponía que únicamente podría arrancarle algún delirio… no quería empeorar su estado molestándola, así que vencida, volví a mi cama.

Caroline volvió enseguida, me encontró tumbada boca arriba, tapada hasta los hombros y con la mirada fija en el techo. Yo me había perdido en mis propios pensamientos. Ella se sorprendió de encontrarme despierta y amablemente me ofreció agua fresca. Después se sentó en el borde de mi cama y tomándome de la mano, me invitó a hacer lo mismo. Con un gesto cálido me interrogó: “¿cómo has dormido? ¿Qué tal te encuentras? ¿Has tenido pesadillas?” y contesté escuetamente: “Bien. Débil. No.”

Ella discutió con Sor Madelaine sobre la conveniencia de mantenerme en la enfermería durante la noche. Caroline pensaba que yo estaba repuesta de mi crisis, pero Sor madelaine se quedaba más tranquila si yo ermanecía atendida durante la noche, así podrían vigilarme por si volvía a perder los nervios. Controlarían mi estado cada dos horas como hacían con Breanna, no iba a suponer un trabajo extra. Carolina aceptó sin ofrecer demasiadas reservas.

Un nuevo plan cruzaba mi mente, si Breanna no podía contarme qué había descubierto en el cementerio iría yo misma a averiguarlo.