miércoles, 25 de enero de 2012

Una historia inacabada (3)


El sol comenzaba a asomarse entre las altas copas de los árboles arrojando destellos rojizos y anaranjados y bañando con su luz los fríos muros del internado. Nuestras compañeras de habitación se iban despertando, Algunas se levantaban, aún adormiladas, para usar los baños lo antes posible.

El edificio de los dormitorios tenía cuatro plantas. En la planta baja estaban el comedor y las cocinas, además de una sala de uso común, donde las internas pasábamos la mayor parte de los pocos ratos de esparcimiento de que disfrutábamos. Después, en cada planta había cuatro dormitorios con quince camitas cada uno. Catorce de ellas las ocupábamos las niñas, la última la utilizaba una de las hermanas que nos vigilaba por las noches. También había un enorme cuarto de baño para cada planta con hileras de duchas y lavabos, y numerosas cabinas para los retretes. Por las mañanas, los baños se saturaban, había que ser muy madrugadora para poder optar a un turno en las duchas antes de que dieran comienzo las clases.

No había ningún tipo de decoración en los dormitorios, solo las camas y una cómoda por cada una de nosotras que hacía las veces de mesilla, armario y baúl de los recuerdos. En ella debíamos guardar todos nuestros objetos personales, además de la ropa. Todas llevábamos uniforme, un vestido gris de franela con manga larga y una gruesa rebeca burdeos de punto en invierno. En verano, el uniforme consistía en una falda gris de algodón un una camisa blanca de manga corta. También íbamos uniformadas a la hora de dormir, con unos larguísimos camisones de color rosa pálido muy recatados.

Breanna y yo estábamos en una de las habitaciones de la última planta, donde la luz entraba a raudales por las ventanas desnudas, y nos daba los buenos días antes que al resto de las internas.

La mañana de mi cumpleaños nos levantamos temprano y aprovechamos nuestra relativa soledad para darnos una buena ducha. Yo sabía que seguramente hasta la hora del descanso tras el almuerzo no iba a poder hablar tranquilamente con mi mejor amiga. Estaba ansiosa porque me contase algo más sobre mi regalo. Quería saber cómo y dónde lo había encontrado, cuándo había podido escapar de la atenta mirada de nuestras tutoras y más aún, cuando había podido darme esquinazo a mi, ya que solíamos pasar juntas casi todo nuestro tiempo. Yo no había notado que faltase, es más, pensaba que había olvidado ella también mi día especial, porque en los últimos días ni siquiera nos habíamos separado un rato para que ella pudiera fabricar el tradicional obsequio. La impaciencia me carcomía. No imaginaba a Breanna merodeando a escondidas por los alrededores del cementerio.

Por fin, las once de la mañana, media hora de descanso entre las clases, un respiro para pasear, despejarnos, salir al sol… bueno, cuando había sol, porque en esa mañana de mi cumpleaños llovía a cántaros. Yo necesitaba un rato a solas con Breanna, y la sala de descanso no era un lugar precisamente íntimo, pero aventurarnos a salir con la que estaba callendo tampoco parecía lo más razonable. En un alarde de valentía agarré a mi amiga del brazo y salí con ella del edificio. Breanna me miraba con los ojos muy abiertos, como si pensara que su mejor amiga se había vuelto loca, pero es que yo estaba tan impaciente por oír su historia… Corrimos por la explanada hasta la iglesia, tapando nuestras cabezas con la chaqueta. La lluvia caía con fuerza y sin tregua. Llegamos bastante mojadas y el frío del interior de la capilla nos calaba en los huesos, aquella situación no era confortable, pero allí podíamos hablar tranquilamente.

- Bueno – dije
- Bueno ¿qué?
- ¿Cómo que qué? Pues que me cuentes, dónde encontraste esa maravilla, cómo se te ocurrió ir al cementerio, cómo hiciste para que no me diera cuenta ¡¿cómo demonios me diste esquinazo?!
- Claire, estoy calada, hace frío…
- ¿Por qué no quieres contármelo?
- Porque no hay mucho que contar, fue hace dos días, por la noche, detrás de la Ermita, justo ahí – señaló hacia la pared del fondo – estaba buscando semillas para hacer una muñequita y algo me llamó la atención. Encontré la figura. Fin de la historia.
- ¡¿En plena noche!? Estás loca, ¿qué hacías ahí a esas horas?

- Oye, es una labor muy difícil buscar el mejor regalo del mundo, para la mejor amiga del mundo, sobre todo si ella está todo el día pisándote los talones, tenía que despistarte…
- Pero te saltaste la vigilancia…
- Eso no fue difícil, la valeriana crece por todos lados en este bosque… sólo tuve que echar un poco de polvos de raíz en el mejunje que toma la Hermana Marie cada noche para aligerar su intestino…

Las dos reímos al recordar los problemas de estreñimiento de la hermana y sus continuos, y cada día más sorprendentes, intentos para remediarlo. Los brebajes que preparaba contenían todo tipo de plantas y esencias difícilmente identificables… y solían tener un color parduzco y un olor repulsivo. Aún así, ella seguía probando noche tras noche para aliviar su pesadez.

- ¿y no se dio cuenta? – pregunté ingenua

Breanna me devolvió una mirada de incredulidad.

- Vale, olvida la pregunta – respondí.

Por mucho que lo intentaba no conseguía despojarme de la impertinente idea de que Breanna no me había contado exactamente toda la verdad. Su mirada esquiva, el temblor en sus labios al narrarme la historia… Después de tantos años me había convertido en una auténtica experta interpretando su lenguaje corporal.

- Eanny… ¿qué más?
- ¿cómo que qué más?
- Algo no me has contado y lo sabes…

Una voz nos interrumpió

- ¿Hay alguien ahí?

Oímos retumbar las palabras del Padre Mathew que andaba por la zona del Altar.

- ¡Padre! – Contestó Breanna – Somos nosotras…
- Pero, muchachas, estáis a oscuras, ¿cómo no habéis encendido la luz o alguna vela? Hoy hace una mañana de perros.
- Nos marchamos enseguida, no creímos que mereciera la pena – contesté.

El Padre Mathew estaba trasteando por la vicaría, era difícil que pudiera escuchar nuestra conversación, pero la aparición del sacerdote le dio a Breanna la oportunidad perfecta para escaquearse.

Nos acercamos al despacho para despedirnos educadamente del sacerdote.

- Hoy es tu cumpleaños, Claire... –dijo distraído
- Sí, ¿Cómo puede recordarlo? – me extrañé
- Ah –sonrió- es fácil, tengo apuntadas en esta agenda las fechas de nacimiento de todas vosotras, así, si alguna decide venir a la capilla por su cumpleaños en mitad de una mañana lluviosa con su mejor amiga y yo me las encuentro por casualidad siempre puedo sorprenderla felicitándola.

Yo torcí un poco el gesto ante la burla encubierta de Mathew. Le dijimos adiós y salimos de la iglesia.