martes, 31 de enero de 2012

Una historia inacabada (6)


Una tarde cualquiera, cuando empezaba ya a anochecer, un automóvil llegó por el camino de tierra que cruzaba el bosque hasta el internado. Vimos las luces aproximarse y cómo una de las hermanas salía a recibir a sus ocupantes.

Aquello era motivo de excitación, nunca recibíamos visitas, yo sólo recuerdo unas pocas ocasiones similares en las que varias parejas vinieron para adoptar a alguna de las niñas más pequeñas. Cuando se pasaba de los seis años, las posibilidades de que una familia quisiera acoger a alguna de las huérfanas eran mínimas. Aún así, las visitas siempre resultaban un interesante tema de cotilleo, aunque simplemente fuera por romper nuestra aburrida rutina.

Cuando la Hermana Adele entró en la sala y dijo mi nombre se me aceleró el pulso. ¿Sería mi padre? ¿Era de verdad?, me apresuré a la puerta tratando de mantener la compostura, pues a las hermanas no les gustaba que corriéramos por los pasillos. Estaba a punto de llorar de alegría.

Él no había venido a visitarme desde que tenía diez años. Había escrito muchas cartas al principio pero poco a poco dejó de hacerlo. Aunque en esos momentos, soñando que venía por fin a buscarme, olvidé todos los malos ratos, los reproches que internamente le había hecho, las veces que lloré jurándome no volver a pensar en él. La alegría del momento me invadía, lo olvidé todo… Él venía a por mí.

Me recibió con un frío y formal abrazo, mencionó algo sobre lo mucho que había crecido y que ya era toda una mujercita. Su distancia me sobrecogió. A su lado, un paso más atrás había una mujer de cabello castaño claro, casi rubio, joven, bien vestida, tocada con un sombrerito de terciopelo negro muy coqueto y unas graciosas gafas en forma de mariposa. Su secretaria personal, me anunció él. Mi castillo de naipes se empezaba a tambalear. Algo me decía que no traía buenas noticias y mis ilusiones de abandonar el internado se desdibujaban por momentos. No puedo explicar exactamente que fue lo que me condujo a esa suposición, pero allí estaba yo, plantada frente a mi padre esperando escuchar lo que tuviera que decirme con el corazón helado.

Él me pidió que me sentara a su lado, su expresión se dulcificó falsamente, me tomó de la mano y casi sin dejarme respirar me comunicó la muerte de mi madre. La enfermedad la había vencido hacía tres días. No había querido llamar por teléfono porque prefería que lo supiera directamente por su boca. La habían enterrado esa misma mañana en el cementerio cercano a nuestra casa en la ciudad. Ella había pedido que me transmitiera cuanto me quería…. Él debía partir de inmediato pues sus negocios así lo requerían, y yo tenía que permanecer en el internado. Él estaba seguro de que era un buen lugar donde cuidaban de mi formación tanto personal como intelectual y que, después de consultarlo con Julie (ahora era Julie, de ser sólo su secretaria había pasado a ser Julie, dicho con una suave y cariñosa entonación) habían decidido que lo mejor para mi era continuar allí mis estudios hasta que me graduase, ya que no era conveniente para una chica de mi edad tener que viajar de un lado a otro del país constantemente. Después de la graduación podría trasladarme de nuevo a la casa familiar para fijar allí mi residencia.

Miró a Julie como si buscase su aprobación y ella le dedicó una sonrisa complaciente sin quebrantar su silencio. Mi padre no me dejó abrir la boca. Una vez hubo finalizado su rápida y ensayada elocución se levantó sin darme tiempo a reaccionar y se marchó. Esta vez decidió regalarme un beso en la mejilla, un gesto igual de frío y calculado que su recibimiento.

Mamá, mi madre… ya no estaba y yo no sabía qué era lo que sentía en esos momentos. Tantos años allí sola, soñando con su recuperación, con regresar a su lado… pero ella se había ido para siempre. ¿La echaría de menos? En aquellos momentos no sabía si mis calladas lágrimas las causaba la pena de su muerte o la rabia por haber desperdiciado todos estos años en aquel maldito lugar, lejos de ella, por haberme perdido sus últimas miradas, sus últimas sonrisas, sus últimas palabras para mí, o tal vez por la rabia y el desprecio que sentía por mi padre por haberme impedido estar con ella y haberme confinado a aquel horrible lugar, que desde hacía ocho años había sido y seguiría siendo mi único hogar.

La hermana Adele me sostuvo unos minutos por los hombros, tratando quizá de insuflarme fuerzas para que pudiera moverme o para que fuera capaz de articular una palabra.

Me empujó con ternura hasta la cocina donde me preparó un chocolate caliente con mucho azúcar.