viernes, 8 de enero de 2010

Capítulo I

En la última planta del edificio que ocupaba el número 10 de la Calle José Ortega y Gasset aún podía verse luz a través de una de las ventanas. Ya eran más de las dos de la mañana pero el abogado Gregorio Méndez seguía en su estudio leyendo. Repasaba con interés algunas de sus últimas notas sobre uno de los casos que le derivaban desde el servicio de asesoría jurídica telefónica para el que había empezado a trabajar hacía tan sólo un par de meses.

Hacía seis que se había mudado y había dejado de ejercer por libre. A pesar de que aún contaba con unos cuantos buenos clientes, necesitaba un cambio total de aires. Vendió su pequeño piso de la calle Ávila y se mudó al que ahora ocupaba, mucho más luminoso y amplio, en el que no se encontraría con el fantasma de los recuerdos. Al menos no tan a menudo.

Acababa de cerrar el que era, quizá, uno de los capítulos más dolorosos de su vida y se había tomado el cambio como un nuevo comienzo. En el último año, tras la muerte de uno de sus mejores clientes y amigos, había ayudado a la familia de éste a resolver un antiguo y doloroso asunto. Ello le había dejado agotado física y mentalmente. En especial por lo que se refería a Alexandra Castañeda, hija mediana de su cliente, quien había despertado en él unos sentimientos que no le llevarían a buen puerto.

Gregorio tenía cuarenta y siete años, aunque su aspecto físico no dejaba adivinar con facilidad su edad. Era un hombre muy atractivo, con el pelo largo y entrecano, bastante gris más bien, un aspecto cuidado y elegante pero sencillo.
Conocía a la hija de su cliente desde que era niña, pero tras verla en el entierro del Doctor, después de mucho tiempo, la había descubierto como una mujer realmente atractiva. El vivo retrato de su madre, Aurora, quien años atrás había sido el amor inconfesable de Gregorio y que había muerto en un accidente de coche. Cuando vio a Alex bajo la lluvia, con el sombrero de su madre y un entallado abrigo negro, el amor que creía muerto para siempre resucitó, y aunque trataba de reprimir ese sentimiento, se iba apoderando de él por momentos. Y sabía que en su interior ella también había empezado a sentir algo por él. Alex era una mujer joven, estaba casada, felizmente casada, y tenía tres hijos pequeños. No le quedaba otra opción, la mejor solución era desaparecer de su vida antes de llegar a hacerle daño.
Gregorio miró brevemente por la ventana, a pesar de ser tan tarde aún se veía algo de movimiento en la calle. Por unos minutos el recuerdo de Alex volvía a atormentarle. Sentía el llanto ahogado en su garganta y se maldecía por poner siempre su corazón en la persona equivocada.

Pronto se zafó de sus pensamientos y consiguió volver a centrarse en su trabajo. Realmente no necesitaba aquel puesto. Tenía bastante dinero ahorrado y no le gustaban los grandes lujos, salvo por lo invertido en su casa y sus dos coches se podría decir que llevaba una vida bastante austera, así que podría haberse retirado definitivamente. El trabajo que había desempeñado para el doctor Castañeda le había reportado muchos beneficios. Sin duda sus honorarios excedían con creces a los habituales para su profesión. Eran acordes a las particularidades de los inusuales asuntos que el doctor le encomendaba.

Durante años supo ahorrar e invertir adecuadamente, sin involucrarse en arriesgadas operaciones. Simplemente había ido cultivando su pequeña fortuna con paciencia.
Sin embargo, el trabajo era una forma de mantener su mente ocupada, y por ello había aceptado la propuesta de colaborar con aquella empresa como abogado independiente. De ese modo, le hacían llegar aquellos casos que el grupo de jóvenes abogados de plantilla tenían más dificultades para resolver.

La empresa funcionaba de una forma muy sencilla, la gente se abonaba a ésta como a un seguro de asistencia jurídica. Los clientes llamaban y eran atendidos por personal de un call-center que tomaban los datos básicos sobre una plantilla y grababan las conversaciones para después pasarles ambas cosas al grupo de abogados. Ellos se repartían los casos y daban una respuesta por escrito a las consultas recibidas. Normalmente se trataba de casos extremadamente sencillos, las personas que tenían entre manos asuntos más complejos solían recurrir a despachos convencionales y no a este tipo de servicios. La asistencia en juicio era algo que suponía el pago de una prima algo más elevada, y para la defensa jurídica correspondiente había un grupo de abogados especializados. Los casos que le llegaban a Gregorio no eran meras consultas. En general se dedicaba a proponer una solución a un caso que iba a ser llevado a los tribunales y a facilitar al abogado representante la defensa del mismo con la preparación de un informe completo. Precisamente, éste era el caso que le ocupaba en esos momentos.

Se sentía algo cansado y a eso de las tres decidió apagar la luz e irse a dormir.
Su nuevo piso era grande, demasiado espacioso para él tal vez. A pesar de la amplitud había conseguido infundirle un aire cálido. Él mismo había dirigido la reforma en cuanto lo compró en una subasta, hacía ya varios meses, cuando decidió desaparecer de la vida de Alex y del resto de los Castañeda. O, mejor dicho, cuando decidió que debía hacer que ellos salieran de su vida. El espacio era casi diáfano, tan sólo el dormitorio se encontraba parcialmente separado del resto por unas estanterías, y el cuarto de baño, que constituía una estancia a la que se accedía desde la zona del dormitorio y que estaba aislada por un muro hecho de piezas de cristal de pavés. Resultaba muy actual y práctico para alguien que vivía solo como él. En la zona más amplia tenía una sala de estar y una zona habilitada como estudio. Allí pasaba gran parte de su tiempo, entregado a su nuevo trabajo y a un proyecto personal que esperaba viera la luz hacia finales del año siguiente.

Gregorio tenía serias dificultades para conciliar el sueño, no sólo en los últimos meses, era un problema que arrastraba desde hacía años, y aunque ahora, después de haber cerrado el caso de los Castañeda sentía que se había deshecho de una pesada carga aún no era capaz de irse a la cama y caer en un profundo y tranquilo descanso como hacía el resto de la gente.

Cuando el agotamiento podía con su cuerpo tomaba un par de somníferos y se dejaba arrastrar al sueño. Pero las pesadillas llegaban muchas veces para llenar sus escasas horas de descanso, especialmente una. En ella podía ver al doctor, echando tierra sobre una fosa en la que enterraba el cuerpo de una mujer. Al acercarse veía nítidamente el rostro de Alex que poco a poco se transformaba en su madre, Aurora.
No era de extrañar que la mayor parte de las veces buscara cualquier excusa para evitar meterse entre las sábanas. A pesar de todo, nunca había dejado que la depresión lo alcanzara, pero ahora mismo estaba en un punto que se acercaba mucho a ese estado. No quería pensar en Alex, pero al mismo tiempo no quería dejar de hacerlo, ese recuerdo era lo más cerca que la tendría jamás y se compadecía de sí mismo por haber perdido a las dos mujeres que habían significado algo en su vida.
Encendió su i-Pod y se dispuso a escuchar algo de música mientras los dos comprimidos de Zolpidem que acababa de tragarse con un gran vaso de agua hicieran su efecto. Sonaba “You’re Beautiful” de James Blunt, nada más apropiado para aquel momento en el que el recuerdo de Alex volvía hasta él… Sabía que ella nunca le pertenecería. Se quedó dormido.

Tan sólo cinco horas después se despertó y estaba amaneciendo. Se dio cuenta de que aún llevaba puestos los auriculares y que la música de su pequeño aparato continuaba sonando; ahora, una canción de Pink Floyd.

Se levantó con un fuerte dolor de cabeza, y se fue directo a la pequeña cocina americana para prepararse un largo café helado. Metió dos tazas de café expreso, una buena cantidad de azúcar y hielo en la batidora y la encendió a toda potencia. Al principio creyó que su cerebro se batía a la vez que el café. El ruido le hacía daño en los oídos y tenía la sensación de que los ojos le iban a explotar. Sin duda sufría una jaqueca aguda. Sacó el granizado de café de la batidora y lo puso en un gran vaso, se lo llevó al butacón que tenía cerca de la ventana. Allí sentado, dando sorbos a su café, volvió a coger los folios del resumen de su caso y empezó a leer de nuevo al mismo tiempo que notaba como la bebida helada se iba deslizando por sus arterias y bañando sus neuronas. Al cabo de media hora empezó a sentirse algo mejor. Aún así, le costaba concentrarse.

Dejó los papeles sobre su mesa de trabajo y se fue a dar una ducha. El cuarto de baño estaba en una de las esquinas del piso. Tenía, por tanto, dos de las cuatro paredes de cristal y la luz entraba a raudales. Las otras dos paredes estaban revestidas de unas baldosas de mármol sin pulir en color crema claro, y el suelo era del mismo tipo de piedra, pero en color granate. El mármol era el único detalle rústico de la estancia, porque el resto de los elementos del baño eran muy actuales. En una de las paredes había un gran espejo donde Gregorio podía verse de cuerpo entero.

Al desnudarse para entrar en la ducha se miró por un instante al espejo. Era bastante atlético a pesar de su edad y tenía unos músculos bien formados. Estaba delgado y su piel era oscura, parecía bronceado pero hacía mucho que no tomaba el sol. Un vello gris le cubría el pecho. Tenía un hermoso cuerpo de hombre maduro. Pudo ver la marca que tenía en el estómago. Se pasó los dedos por la cicatriz recordando que casi pierde la vida aquel día.
Una bala le atravesó el estómago y seguramente se salvó gracias a Alex. Recordaba como aquella mujer, Sonia, le disparaba mientras él trataba de quitarle el arma (¿de dónde demonios habría sacado ella esa pistola?) Recordaba la cara de terror que tenía Alex mientras trataba de taponarle la herida. Él miraba cómo la sangre salía a borbotones de su cuerpo sin sentir nada. Oía las voces lejanas de los demás, veía borroso, pero podía recordar con claridad la imagen de Alex sobre él gritándole que no se durmiera. No lo consiguió, perdió el conocimiento y al despertar ya estaba en una cama del hospital. Alex estaba a su lado, maldurmiendo en un sillón de polipiel verde. Al principio se sentía confuso y no tenía claro si estaba viéndola a ella o si realmente habría muerto y a quien contemplaba era a Aurora. Por unos instantes había deseado que así fuera.