martes, 24 de enero de 2012

Una historia inacabada... (2)


- Esta vez he ido a buscar un regalo especial, no iba a conformarme con cualquier cosa
- Pero ¿Dónde encontraste esto? Es tan grande y pesado...
- Te lo contaré pero no ahora, shhhhhh! – quiso hacerme guardar silencio.

Quité apresuradamente el papel y las dos margaritas aplastadas cayeron al suelo, tal era mi ansiedad que ni siquiera reparé en ellas. Bajo el envoltorio había una extraña figura de piedra, un relieve que parecía salido de una catedral. Representaba a una mujer con el pelo suelto sobre sus hombros y su pecho. Tenía un cuerpo hermoso con voluminosas caderas y sostenía lo que parecía una lengua de fuego en sus manos.

- ¡Es precioso! – exclamé - ¿cómo…?
- Quería encontrar algo muy especial para ti, los quince son una edad clave en la vida de una chica, lo encontré cerca del cementerio…
- ¡El cementerio! – exclamé elevando bastante la voz
- Calla – repitió – o vas a despertar a las demás…

Era realmente un regalo diferente y hermoso. Breanna  estaba convencida de que a los quince años nos convertíamos en mujeres y eso había que celebrarlo de una forma muy especial. Ella era unos diez, casi once meses mayor que yo, y estaba claro que también esperaba un regalo diferente en esa ocasión, yo quería cumplir con sus expectativas, no podía, no quería defraudarla, pero no me fui capaz de acercarme al cementerio para encontrarlo. Se tuvo que conformar con un pasador para el pelo hecho con madera tallada y cristales de colores.

El Internado estaba situado en una zona boscosa, muy al norte de la región. El tiempo solía ser muy húmedo y bastante fresco, pero también teníamos algunos días de sol, así que la vegetación crecía por doquier. La tierra era rica y fértil y los árboles alcanzaban allí alturas increíbles. El bosque era espeso y, debido a la sombra que proyectaban esos colosos verdes, también bastante oscuro, incluso de día.

El colegio se encontraba en el medio de un claro artificial, pues allí los árboles habían sido talados hacía décadas para levantar la edificación. El internado estaba formado por varios edificios. Uno de ellos albergaba las aulas y estaba situado en el Norte, en el Este, se levantaba el edificio residencia, donde se encontraban los dormitorios del personal y de las internas. Ambos estaban construidos de ladrillo rojizo y la hiedra forraba sus paredes como un tapiz decorativo que cubría casi en su totalidad las fachadas. Las ventanas se disponían en hileras perfectamente alineadas y quedaban casi ocultas por las verdes  ramas. Ambos, presididos por unas grandes escalinatas de piedra blanca que formaban semicírculos de diámetro cada vez menor y al final se encontraban los portalones de madera de castaño, sencillos y con enormes goznes de hierro negro. Los dos edificios sólo se distinguían por el cartel de piedra tallada situado sobre la puerta que indicaba la utilidad del mismo.

Finalmente, en la zona Sur, algo alejada de estos otros edificios, y rodeada de una hilera de álamos, se encontraba la iglesia, una pequeña capilla con los gruesos muros de granito de su frontal cubiertos de musgo. Tenía unas bellas vidrieras que no se apreciaban desde el exterior, pero dentro, cuando el sol incidía sobre ellas una sinfonía de colores teñía las paredes encaladas de su interior. El piso de mármol negro estaba tan pulido que parecía un espejo y los bancos eran de madera clara que contrastaba con el suelo. Aparte de las vidrieras, y una imagen, una imponente talla de un Cristo vestido con una túnica blanca, que presidía el espacio al fondo de la capilla, no había más adornos. Las internas íbamos allí cada sábado por la tarde, cuando el Padre Arnold venía para celebrar los oficios. Y disfrutar después de la cena con las Hermanas.

Detrás de la capilla había un cementerio. Estaba rodeado por un alto enrejado de forja decorado con férreas flores de campanilla. Allí yacían numerosas personalidades de la región, bebés que no habían tenido la misma suerte que aquellas que fueron recogidas a tiempo en las noches de crudo invierno, niñas del colegio que habían perecido de alguna enfermedad, penitentes que buscaban su salvación, y la pagaban bien, siendo enterrados en el Cementerio de Santa Brígida.

A las niñas no se nos permitía atravesar las puertas del cementerio, sólo atisbar las lúgubres lápidas que lo poblaban desde el enrejado. Para todas nosotras, el cementerio estaba envuelto en un halo de misterio, en leyendas de terror tan horribles que vencían nuestra curiosidad y evitaban que nos saltásemos las normas penetrando en el camposanto. Breanna estaba segura de que todas ellas eran invención de la directora, y que habían sido hábilmente puestas en circulación por el resto de las hermanas para mantenernos alejadas de allí. Pero yo no acababa de entender el por qué de ese interés.